Dar el avión
Martes 09 de septiembre de 2014
Cuando era niña, nada me daba más ilusión que ir al aeropuerto a buscar ya sea a mi papá, quien entonces viajaba muchísimo, o a una de mis hermanas que iban y venían de Francia a México. Entonces para mí el aeropuerto era el lugar más internacional y sofisticado del mundo. Si el avión se retrasaba, lo cual sucedía todo el tiempo, y los que habíamos ido al aeropuerto decidíamos ir al restaurant a comer un club sándwich y desde allí veíamos aterrizar los aviones, era la culminación de una experiencia inolvidable. Ver bajar a los pasajeros por la escalinata por ejemplo de mi línea preferida de esa época, Air France, perfectamente bien vestidos; ellas de sombrero y traje sastre llevando en su mano un necessaire de cocodrilo y con un aire desenfadado, me entusiasmaba a un grado indescriptible. En esos años, quería ser aeromoza y novia del piloto del avión. Quería recorrer todo el mundo, siempre bronceada, con mi uniforme y un gorrito con los colores de la línea. Quería ser la protagonista de la película Boeing Boeing, protagonizada por Tony Curtis y Jerry Lewis. Creía que las stewards se divertían mucho más que las maestras de escuela o que las enfermeras. “Es que esas azafatas tienen muchas horas de vuelo...”, decía mi madre con un tono irónico y reprobatorio.
“¿Qué era tener muchas horas de vuelo?”, me preguntaba curiosa. Para doña Lola, significaba dormir en cualquier hotel, de cualquier ciudad y con cualquier piloto o steward. Significaba no ser hija de familia, irse de vacaciones a uno de los Club Med, y aceptar ir a cenar con alguno de los pasajeros de primera clase.
En mi casa se hablaba todo el tiempo de aviación. Mi padre era un experto de la temática jurídico-aeronáutica, tema del que prácticamente nadie conocía entonces. Durante varios años don Enrique fue consultor jurídico de Pan American Airways y de Mexicana de Aviación.
Cuando apenas tenía yo un año de edad, toda la familia se embarcó a Canadá porque mi padre había sido designado representante permanente de México ante el Consejo de la Organización de la Aviación Civil Internacional en Montreal. Don Enrique fue el primer presidente de la OACI. Doce años estuvo frente a esta responsabilidad con gran éxito. Asimismo fue fundador de la cátedra de Derecho Aéreo y Espacial en la Facultad de Derecho de la UNAM, disciplina que impartió en la Escuela Libre de Derecho, su alma máter.
Con orgullo digo que en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México se encuentra un busto en honor del Lic. Enrique M. Loaeza, quien fuera acreedor de la medalla Emilio Carranza.
En una ocasión mi padre me platicó sobre el primer vuelo en México, realizado por Alberto Braniff en un avión Voissin, en su hacienda allá por Balbuena. Un año después, en 1911, Porfirio Díaz organizó la primera semana de aviación. Allí participaron los hermanos Moisant. Y en 1912, Francisco I. Madero fue el primer Presidente del mundo que voló en un avión Deperdussin, piloteado por George Dyott. Mi padre me contaba también que el primero que voló sobre el Castillo de Chapultepec fue Roland Garros, cuyo nombre lleva la competencia de tennis de París.
En 1914 fue creada la Fuerza Aérea Mexicana (FAM) en el aeropuerto también de Balbuena. Dos años después se crean los talleres nacionales de construcciones aeronáuticas. Y no fue sino hasta 1921 que se creó la primera aerolínea, Mexicana de Aviación. La primera terminal aérea del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México se inauguró durante el gobierno de Miguel Alemán, siendo secretario de Comunicaciones y Transportes Agustín García López. En esa época se asfaltaron y se trazaron las dos pistas de aterrizaje que actualmente tenemos, la 23 derecha y la 23 izquierda.
Todo parece indicar que esta vez sí se materializará el ansiado proyecto del nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México diseñado por Sir Norman Foster y Fernando Romero y que en esta ocasión no nos “darán el avión” como ha sucedido a lo largo de tantos sexenios. En la primera etapa del proyecto del aeropuerto habrá tres nuevas pistas de aterrizaje y al terminarlo serán seis. Con esto habrá menos molestias para el público, más inversión extranjera, más trabajo para muchos mexicanos y más turistas.
No sé si ahora me gustaría que mis nietas fueran stewards, porque el servicio en las aeronaves consiste en ofrecer solamente cacahuates y agua. Mejor que sean mujeres piloto de avión y que el resto de la tripulación se dirija a ellas como capitanas. Si tienen “horas de vuelo”, que sean de las que cuentan para ser más profesionales.
Espero que se lleven el busto de mi señor padre al nuevo aeropuerto.
“¿Qué era tener muchas horas de vuelo?”, me preguntaba curiosa. Para doña Lola, significaba dormir en cualquier hotel, de cualquier ciudad y con cualquier piloto o steward. Significaba no ser hija de familia, irse de vacaciones a uno de los Club Med, y aceptar ir a cenar con alguno de los pasajeros de primera clase.
En mi casa se hablaba todo el tiempo de aviación. Mi padre era un experto de la temática jurídico-aeronáutica, tema del que prácticamente nadie conocía entonces. Durante varios años don Enrique fue consultor jurídico de Pan American Airways y de Mexicana de Aviación.
Cuando apenas tenía yo un año de edad, toda la familia se embarcó a Canadá porque mi padre había sido designado representante permanente de México ante el Consejo de la Organización de la Aviación Civil Internacional en Montreal. Don Enrique fue el primer presidente de la OACI. Doce años estuvo frente a esta responsabilidad con gran éxito. Asimismo fue fundador de la cátedra de Derecho Aéreo y Espacial en la Facultad de Derecho de la UNAM, disciplina que impartió en la Escuela Libre de Derecho, su alma máter.
Con orgullo digo que en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México se encuentra un busto en honor del Lic. Enrique M. Loaeza, quien fuera acreedor de la medalla Emilio Carranza.
En una ocasión mi padre me platicó sobre el primer vuelo en México, realizado por Alberto Braniff en un avión Voissin, en su hacienda allá por Balbuena. Un año después, en 1911, Porfirio Díaz organizó la primera semana de aviación. Allí participaron los hermanos Moisant. Y en 1912, Francisco I. Madero fue el primer Presidente del mundo que voló en un avión Deperdussin, piloteado por George Dyott. Mi padre me contaba también que el primero que voló sobre el Castillo de Chapultepec fue Roland Garros, cuyo nombre lleva la competencia de tennis de París.
En 1914 fue creada la Fuerza Aérea Mexicana (FAM) en el aeropuerto también de Balbuena. Dos años después se crean los talleres nacionales de construcciones aeronáuticas. Y no fue sino hasta 1921 que se creó la primera aerolínea, Mexicana de Aviación. La primera terminal aérea del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México se inauguró durante el gobierno de Miguel Alemán, siendo secretario de Comunicaciones y Transportes Agustín García López. En esa época se asfaltaron y se trazaron las dos pistas de aterrizaje que actualmente tenemos, la 23 derecha y la 23 izquierda.
Todo parece indicar que esta vez sí se materializará el ansiado proyecto del nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México diseñado por Sir Norman Foster y Fernando Romero y que en esta ocasión no nos “darán el avión” como ha sucedido a lo largo de tantos sexenios. En la primera etapa del proyecto del aeropuerto habrá tres nuevas pistas de aterrizaje y al terminarlo serán seis. Con esto habrá menos molestias para el público, más inversión extranjera, más trabajo para muchos mexicanos y más turistas.
No sé si ahora me gustaría que mis nietas fueran stewards, porque el servicio en las aeronaves consiste en ofrecer solamente cacahuates y agua. Mejor que sean mujeres piloto de avión y que el resto de la tripulación se dirija a ellas como capitanas. Si tienen “horas de vuelo”, que sean de las que cuentan para ser más profesionales.
Espero que se lleven el busto de mi señor padre al nuevo aeropuerto.
FUENTE: EL ZOCALO