Hay una postura muy activa y estridente en contra de la reciente modificación de la ruta de descenso que toman los aviones para aterrizar en el Benito Juárez de la Ciudad de México. Dicen que en lugar de la ruta 160, que se ha usado durante 40 años, ahora los aviones abren su arco a la ruta 168. Los detractores de la modificación dicen que esa nueva ruta sobrevuela partes montañosas como el Ajusco y ello la hace peligrosa. Hay otras opiniones que afirman que lospirrurris de Lomas Virreyes se molestan por el ruido de las aeronaves sobre sus caras residencias y que eso es todo. Yo vivo en una zona que los aviones de pasajeros sobrevuelan y que está muy cerca del Pedregal y de San Ángel, que tampoco son la versión mexicana de las favelas: no percibo ruido molesto alguno, tal vez por deficiencias de mi aparato auditivo.
Escuché en una entrevista de radio al secretario de Comunicaciones y Transportes, don Gerardo Ruiz Esparza, defendiendo el punto oficial. Su argumento es que, ante la sobresaturación del aeropuerto capitalino, la nueva ruta es más segura porque al enfilar aeronaves en un ángulo más agudo con respecto a las pistas 23 izquierda y 5 derecha, en caso de un repentino cambio de pista la maniobra no sería brusca, sino más segura. Igualmente argumentó que en esa nueva postura los aviones necesitan un menor uso de sus turbinas, con la consecuente menor combustión de turbosina y reducción de la contaminación ambiental.
Ambas posturas tienen razón en una sola cosa: el aeropuerto de la Ciudad de México está sobresaturado, es ineficiente, peligroso, contaminante e inadmisible. Tiene que salirse de donde está. Un nuevo aeropuerto dejará igualmente satisfechos a los vecinos pudientes de algunas áreas de la ciudad, al tráfico congestionado del oriente de la capital y a todos los que respiramos su aire.
Por razones extrañas y casi sospechosas, la decisión del Ejecutivo de hacer un nuevo aeropuerto se mantiene en el sigilo y la confusión. Se tiende a vendernos la idea de que un “nuevo” aeropuerto en la capital sería el mismo aeropuerto con más pistas e instalaciones. La pueril idea se brinca a la torera que un aeropuerto no son solamente pistas y mostradores de atención al público. Un aeropuerto es, de manera especial, un ecosistema y un complejo de vialidades y estructuras aéreas, terrestres y ambientales, para las que no hay las condiciones en lo que queda del vaso del lago de Texcoco. Todos los expertos en mecánica de suelos saben que la costra reseca del territorio capitalino es insegura, se hunde, se inunda y cede al uso. Todos los que saben de vialidad coinciden en que no hay modo de moverse en esta ciudad: ni en vehículo particular ni en servicio público de transporte. Todos los que tienen noción de desarrollo urbano entienden que un nuevo aeropuerto fuera de la capital estaría de inmediato creando nuevos polos de población, empleo y servicios. Solamente los ciegos o los ojos interesados no lo quieren ver. Y esto no tiene nada que ver con los castos oídos de los pirrurris.