Aeropuertos: seguridad, paranoia e hipocresía
E
l pasado fin de semana la Unión Europea (UE) empezó a aplicar en los aeropuertos situados en su territorio nuevas medidas de revisión de los pasajeros, que incluyen el uso de detectores de explosivos e inspecciones exhaustivas de las piezas de equipaje de mano, computadoras portátiles,tablets, cámaras fotográficas, teléfonos celulares y otros aparatos electrónicos de uso común. Como parte de la nueva normativa de seguridad, tales dispositivos deberán tener la batería con carga antes del abordaje, so pena de confiscación. La UE justificó tales reglas con el argumento de que
los terroristas siguen intentando desarrollar nuevos escondites para dispositivos explosivos e incendiarios poco convencionales.
El nuevo marco regulatorio no sólo implica costos adicionales para aeropuertos y aerolíneas, sino también nuevas molestias para los viajeros, quienes ayer debieron realizar largas colas para esperar la revisión en diversas terminales aéreas del viejo continente.
Si bien es cierto que la seguridad de las aeronaves y de las poblaciones de tierra debe ser considerada una prioridad central para el tráfico aéreo en Europa y en el mundo, las modalidades de revisión impuestas por la UE no parecen la mejor manera de garantizarla. De hecho, desde los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 han transcurrido casi 14 años y desde entonces no se ha repetido un ataque de esas características y de esa envergadura, y los que no han ido más allá del grado de tentativa han sido frustrados, en su mayor parte, por inteligencia policial previa y no por exhaustivas revisiones de pasajeros.
Sin embargo, tales reglas, que en las semanas y meses posteriores a los atentados de Nueva York y Washington habrían podido tener sentido, se han convertido en una molestia permanente para todo usuario del transporte aéreo. La sobrevigilancia de los pasajeros no sólo no se ha relajado, sino se ha intensificado y ha convertido los puntos de revisión en jugosos contratos para empresas de seguridad privadas y para fabricantes de complicadas tecnologías de detección. Al mismo tiempo, la vigilancia para detectar a posibles terroristas en puertos aéreos se ha sumado a las abrumadoras revisiones migratorias y aduanales a las que deben someterse los viajeros. Los mecanismos de control respectivos son, para colmo, terreno fértil para la comisión de arbitrariedades y abusos ante personas que, por el hecho mismo de encontrarse en tránsito y bajo el control absoluto de autoridades y de empresas, quedan en circunstancias de completa indefensión.
La paranoia de los atentados terroristas al estilo de 11 de septiembre no sólo parece un anacronismo, sino también una práctica fuera de lugar en la mayor parte de los países, en los cuales resulta del todo improbable que se originen ataques como los de aquella fecha.
Por lo demás, la seguridad parece ser una justificación hipócrita e insostenible para incrementar la fiscalización policial en las terminales aéreas si se toma en cuenta que desde los avionazos contra las Torres Gemelas y el Pentágono han tenido lugar en el mundo decenas de catástrofes aéreas que han causado miles de muertos y que no han sido causadas por células integristas, sino por la relajación de medidas de seguridad en el mantenimiento y supervisión de los aviones y por fallas en el entrenamiento y control de las tripulaciones, todo ello derivado del afán de lucro de los consejos de administración de las líneas aéreas y de la competencia feroz entre ellas.
De ello se infiere que si realmente primara la preocupación por la seguridad de aviones y de pasajeros, los gobiernos del planeta dedicarían más esfuerzos a supervisar las condiciones mecánicas de las aeronaves y la formación y capacitación de los pilotos y controladores, que a buscar hipotéticas armas terroristas escondidas en teléfonos celulares y computadoras.