Cielos abiertos y las libertades del aire / En Cantera y Plata / Claudia S. Corichi
En medio de una enorme incertidumbre por saber quién será el próximo o próxima Embajadora de Estados Unidos en México –y a casi 3 meses de no contar con uno-, las tensiones generadas por el Acuerdo de Cielos Abiertos (open skies) firmado por el Gobierno federal en diciembre pasado en Washington han ido en aumento entre la comunidad de pilotos y trabajadores aéreos nacionales.
Los instrumentos que regulan las relaciones aéreas entre México y EU datan del 1960, y de 2001 a la fecha fueron 5 las reformas que llevaron el año pasado a consolidar un acuerdo de mayor calado en la materia.
Sin embargo, el instrumento que fue signado por el exdirector general de Aeronáutica Civil de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes Gilberto López Meyer-irónicamente expiloto de Mexicana-, quien funge desde el pasado 19 de octubre como Vicepresidente de Seguridad Aérea y Operaciones de Vuelo de la Safety and Flight Operations, ha generado no sólo el descontento del ramo, sino que ha puesto sobre la mesa uno de los temas más ríspidos de la agenda bilateral con Washington, el de los transportes, dado que ni siquiera en el marco del NAFTA los transportistas de tráileres mexicanos han podido acceder de manera real a un libre tránsito en el territorio vecino.
Con esta medida que va en contra de cualquier sentido de reciprocidad, cualquier aerolínea mexicana y estadounidense podría operar vuelos entre cualquier ciudad de ambos países sin restricciones en el número de frecuencias y de aerolíneas operando una misma ruta (Tercera y Cuarta Libertades del Aire), así mismo quedando abierta la operación de la Quinta Libertad del Aire, es decir, la posibilidad de operar una ruta hacia un tercer país permitiendo el abordaje y descenso de pasajeros en un país parte del acuerdo.
Sin embargo, no se trata de un acuerdo en el que todo sea ganar-ganar, sobre todo, cuando se analiza el hecho de que las cuatro aerolíneas más grandes de Estados Unidos (American Airlines, United, Delta y Southwest) tienen una capacidad operativa quince veces mayor a la de las aerolíneas mexicanas (Aeroméxico, Interjet y Volaris). Un dato clave es que la diferencia de flotilla es de casi 4 mil aviones.
Aunque el documento original enlista una serie de representantes de las aerolíneas mexicanas como observadores, la realidad que se señala por parte de los afectados, es que los riesgos de la negociación son altos, teniendo el potencial de afectar significativamente a la industria nacional y sus empleados y transfiriendo todos los beneficios del Acuerdo a las aerolíneas estadunidenses.
El Acuerdo no solo llega en un momento en el que la interlocución con nuestros vecinos del norte está impregnada de matices electorales, sino en el que además no existen condiciones claras para promover aplazamientos o una integración regulada.
Será complejo incentivar la competitividad en una industria aeronáutica nacional que ha pecado por años de malos servicios, precios altos y poca oferta. En el margen no solo queda la impunidad del caso Mexicana que afectó a miles de usuarios y trabajadores, sino la ausencia de una política real de desarrollo para el sector.
La negociación que parece ha premiado a algunos en detrimento de muchos –como es tradición en este país-, parece haber olvidado que en los términos que se da esta apertura no solo se desarma a la industria nacional, sino que se abre la posibilidad de crear monopolios en el sector que estarán en manos de empresarios extranjeros.
Se deben explorar otras medidas como los acuerdos estratégicos de asociación –como se ha hecho en Brasil o Chile-, de lo contrario lo que nos quedará mañana será esperar nuestros vuelos en las salas de American Airlines del “flamante“ nuevo aeropuerto, dejando en la melancolía y nostalgia, lo que alguna vez fueran las aerolíneas nacionales.