11 diciembre 2014

DEL CORREO DEL BLOG

Aunque largo,, conviene leerlo todo para entender un poco lo que nos pasa a nivel país y a nivel sindical y que se cuiden otros...


Cualquier parecido con la realidad o lo que sucede en ASSA, es mera coincidencia.

"el chancho no tiene la culpa, sino quien le dá de tagar", dicho criollo de Argentina



El poder intoxica tanto que termina afectando la salud y/o el juicio de los dirigentes políticos.
Las presiones y la responsabilidad que conlleva el poder termina afectando a la mente


"si doctor dixit, verum erit ....." 


En 2008 el político y médico británico Lord David Owen publicó un interesante libro titulado “En el poder y en la enfermedad: enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años”. En esa obra, no solo describe algunas de las enfermedades físicas sufridas por varios presidentes a través de la historia, sino también hace una descripción del perfil psicológico de esos mandatarios. Y que también podrían dar cabida a algunos representantes, tanto sindicales como populares.
La palabra ‘hubris’ proviene del vocablo griego ‘hybris’, que en su significado moderno describe a una persona que, por tener excesiva soberbia, arrogancia y autoconfianza, desprecia sin piedad los “límites divinamente fijados sobre la acción humana”.
Al explicar el síndrome hubris, Owen afirma que los políticos y otras personas en posiciones de poder desarrollan un conjunto de comportamientos que “tienen el tufillo de la inestabilidad mental”. En su descripción, cita al filósofo Bertrand Russell, quien aseguraba que cuando el elemento necesario de humildad no está presente en una persona poderosa, esta se encamina hacia un cierto tipo de locura, llamada “la embriaguez del poder”.
Owen propone 14 criterios para diagnosticar a una persona poderosa con el síndrome hubris. Entre ellos, está que usan el poder para autoglorificarse; tienen una preocupación exagerada por su imagen y presentación; lanzan discursos exaltados en que usualmente dicen que ellos “son el país o la nación”; demuestran una autoconfianza excesiva y un manifiesto desprecio por los demás. Dicen que son tan grandes que solo Dios o la historia los pueden juzgar y que algún día esos tribunales los reconocerán. Pierden contacto con la realidad; son propensos a ser inquietos y a cometer actos impulsivos; permiten que sus consideraciones morales guíen sus decisiones políticas pese a ser poco prácticas o muy costosas; y demuestran un enorme desprecio por los aspectos prácticos de la formulación de políticas, desafiando la ley, cambiando constituciones o manipulando los poderes del Estado. Es obvio que con su comportamiento el poderoso hubrístico puede afectar el bienestar del pueblo que representa.
El poder intoxica tanto que termina afectando la salud y/o el juicio de los dirigentes políticos.
Las presiones y la responsabilidad que conlleva el poder termina afectando a la mente
Síndrome de Hubris y Nemesis – Enfermedad política y poder
Por la Dra. Graciela María Espinoza
Llega un momento en que quienes gobiernan dejan de escuchar, se vuelven irreflexivos y toman decisiones por su cuenta, sin consultar, porque piensan que sus ideas son las correctas.
Por eso, aunque finalmente se demuestren erróneas, nunca reconocerán la equivocación y seguirán pensando en su buen hacer.
En un ensayo publicado en “Journal The Royal Society Of Medicine”, David Owen, neurólogo y político, señala que cuando el poder sube a la cabeza y se sienten llamados por el destino a grandes hazañas, es porque están padeciendo un comportamiento hubrístico.
El “Síndrome de Hubris” o “delirio de los políticos” responde más a una denominación sociológica que propiamente médica, aunque los galenos somos conscientes de los efectos mentales del poder.
Hubris, es un concepto griego que hace referencia al héroe que después de ganar una batalla se emborracha con el éxito y eso le hace perder contacto con la realidad y, por lo tanto, entrar en un huracán de equivocaciones.
En la Antigua Grecia aludía a un desprecio temerario hacia el espacio personal ajeno, unido a la falta de control sobre los propios impulsos, siendo un sentimiento violento inspirado por las pasiones exageradas, consideradas enfermedades por su carácter irracional y desequilibrado, y más concretamente por Ate (la furia o el orgullo)
En la mitología griega, Némesis que es la diosa de la justicia retributiva y la venganza, contraataca.
¿Cómo se desarrolla el síndrome de Hubris?
Cuando una persona más o menos normal entra a la vida política y de repente alcanza el poder o un cargo importante, internamente tiene un principio de duda sobre si realmente tiene capacidad para ello.
Al principio la inseguridad lo llena de ansiedad para no fracasar y pone el mayor esfuerzo para hacer las cosas bien. Pero pronto surge la legión de incondicionales que le felicitan y reconocen su valía. Poco a poco, la primera duda sobre su capacidad se transforma y empieza a pensar que está ahí por méritos propios. Todo el mundo lo adula, quiere saludarle, hablar con él, recibe halagos de belleza, inteligencia…
Esta es sólo una primera fase. Pronto se da un paso “más” en el que ya no se le dice lo que hace bien, sino que menos mal que estaba allí para solucionarlo y es entonces cuando se entra en la ideación megalómana, cuyos síntomas son la infalibilidad y el creerse insustituibles.
Es entonces cuando los políticos dan el paso en falso, algunos quieren la reelección indefinida, otros comienzan a realizar planes estratégicos irrealizables, que abarquen varios mandatos, como si ellos fueran a estar todo ese tiempo, otros inauguran obras faraónicas imaginarias, manejan la prensa, la publicidad y hasta pueden dar conferencias sobre temas que desconocen.
Pero no queda aquí la cosa.
Tras un tiempo en el poder, los afectados por el Hubris padecen lo que psicopatológicamente se llama desarrollo paranoide.
Todo el que se opone a él o a sus ideas, son enemigos personales, desestabilizadores, que responden a apetencias personales. Puede llegar incluso al “desarrollo paranoide de persecución”, que consiste en sospechar de todo el mundo que le haga una mínima crítica y, progresivamente, aislarse más de la sociedad.
Se vuelven herméticos e infranqueables ante la desconfianza, se encierran cada vez más. Se colocan una pesada armadura que los preserva de los cascotazos de la realidad, pero que los convierte casi en autistas políticos.
Sólo los detiene una gran derrota.
Es entonces que como castigo aparece Némesis, que devuelve a la persona de un batacazo a la realidad a través del fracaso. Intentan remontar la popularidad y recuperar el prestigio que se lo llevó la soberbia, pero están tan solos con el poder y desarrollan un intenso estrés, que los llena de ansiedad y enferman.
Y, así, prosiguen acumulando un sinnúmero de equivocaciones, hasta el cese de mandato o pérdida de las elecciones. Es entonces que aparecen las enfermedades del poder: Estrés, depresión, hemorragias digestivas, infarto, accidentes isquémicos cerebrales, etc., ante una situación que no alcanzan a comprender y que ya no pueden controlar.
El síndrome de Hubris se ha transformado en una epidemia. Entristece mucho la manera en que pulverizan los mejores cuadros políticos y técnicos porque son independientes. Los consumen como cigarrillos. En un instante los convierten en humo y tiran la colilla a la basura.
Así, los mejores hombres son reemplazados por los más sumisos.
Aquellos que se atreven a opinar, a expresar una idea discrepante, poco a poco se van convirtiendo en peones incómodos que se van alejando del núcleo duro del dirigente afectado por el síndrome.
Si conocen algunas personas en la cercanía del poder que presenten alguno de los síntomas que se mencionan: exagerada confianza en sí mismos, desprecio por los consejos de quienes lo rodean y alejamiento progresivo de la realidad, coméntenle que están padeciendo el síndrome de Hubris y anticípenle que el poder es un bien que circula, nadie es su titular, que no queda en manos de nadie, y que cambia de dueño fácilmente.





"Si no luchas, ten al menos la decencia de respetar a quienes sí lo hacen "
                               José Martí